Además, era el emperador mismo, y no el ejército, quien elegía a su sucesor.
Al fi nalizar el siglo nadie dudaba de la necesidad de elegir un sucesor para el trono español, y se fueron per fi lando dos candidaturas posibles: la del archiduque Carlos de Austria, de la rama austriaca de los Habsburgo; y la de Felipe de Anjou, de la casa de Borbón y nieto de Luis XIV.
Como sucesor suyo en la presidencia de gobierno impuso a Leopoldo Calvo Sotelo –no adscrito a ninguno de los grupos ideológicos de la UCD–, quien para ocupar el cargo debía ser previamente investido por el Congreso mediante el voto favorable de la mayoría de los diputados.
Con este procedimiento Franco no restablecía a su muerte la monarquía tradicional, sino que instauraba una nueva monarquía continuadora de su propio régimen, ya que obviaba al heredero legítimo al trono –don Juan de Borbón– y obligaba al sucesor designado por él a jurar fi delidad a las Leyes Fundamentales.
Desde el Olimpo, Augusto divinizado extiende su protección sobre su sucesor Tiberio y su mujer Livia.
El cargo de emperador era vitalicio y el hombre que ostentaba ese título escogía a su sucesor (principio que no se respetó en varias ocasiones).
El Senado asesoraba al rey y asumía el gobierno en los interregnos (períodos de transición entre la muerte de un rey y la elección del sucesor).
Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor.
Esta fusión entre lo religioso y lo social explica también que la máxima autoridad política se identi fi cara con la religiosa en la fi gura del califa, diputado y sucesor del Profeta (Mahoma).
Felipe III, hijo y sucesor de Felipe II, carecía de vocación política, y solo estaba verdaderamente interesado por la caza y el juego.
La designación de Juan Carlos como sucesor Para garantizar la continuidad del régimen y evitar disputas en caso de fallecimiento del jefe del Estado, solo quedaba un asunto pendiente: la designación de un sucesor.
Por último Alfonso X el Sabio, hijo y sucesor de Fernando III, culminó la conquista de Andalucía e incorporó de fi nitivamente el reino de Murcia.
Se de fi nía a España como una « monarquía católica, social y representativa», cuya jefatura del Estado recaía, con carácter vita- licio, sobre Franco, quien se atribuía también la prerrogativa de nombrar a su sucesor.
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