El retrato ecuestre era una forma convencional de representar a emperadores y monarcas, tanto en pintura como en escultura (recuérdese el de Marco Aurelio, en la antigua Roma, o los del Renacimiento), y la posición del caballo en corveta, con las patas delanteras en alto, manifestaba la destreza del jinete y el dominio sobre el animal, y simbolizaba la capacidad de mando de reyes y herederos.
Sobre una tradición pictórica propiamente hispana, que se había ido configurando durante los siglos del prerrománico (recuérdese la miniatura mozárabe, por ejemplo), actuaron las influencias francesa e italo-bizantina, que caracterizan a los dos grandes ámbitos de la pintura románica española.
Su composición en diagonal, propia del Barroco, rompe con la tradicional representación simétrica y piramidal (recuérdese «la Piedad» de Miguel Ángel).
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