Como sentenció Descartes con su locución «pienso, luego existo», solo puedo conocer con certeza que hay un yo, un pensamiento que piensa.
Eso genera en el cristiano confianza en el origen —es decir, existo porque alguien me ama— y esperanza en que podrá cumplir con los designios de Dios para él.
La verdad primera e indudable ya no es el «yo pienso, luego existo» cartesiano, sino «yo vivo, luego pienso», que clarifi ca la realidad auténtica y primaria como la vida que engloba a ambos.
No es que yo exista porque piense, sino que estoy seguro de que existo en la medida en que pienso; eso es así, aunque todos mis pensamientos sean falsos.
Podría dudar de la existencia del mundo que me rodea, pero es incuestionable que existe un yo que piensa y que duda sobre ese mundo; Descartes lo expresó con su famoso «pienso, luego existo».
Si fallor, sum (‘Si me engaño, existo’).
Ya san Agustín había empleado un razonamiento semejante en su disputa con los escépticos cuando a fi rmó «si me engaño, existo».
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