A la Antigüedad se le concede la licencia de hacer más sublime el nacimiento de las ciudades mezclando las cosas humanas con las divinas.
Para contrarrestarlo, Ockham defendió el principio de la omnipotencia y la libertad divinas.
Para él, la realidad material y el resplandor de las cosas de este mundo eran un reflejo de la belleza y de la luz divinas; por tanto, a través de la contemplación de aquellas el hombre podía elevarse hasta el conocimiento de Dios.
Perfecciona el conocimiento de las cosas superiores y divinas, de modo que constituye el culmen de la contemplación y otorga la máxima felicidad.
Solamente los atributos negativos y los que expresan acción —como la Creación y la Providencia— se pueden predicar de Dios, porque no contradicen la simplicidad ni la inmutabilidad divinas.
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