Con Platón apareció, por lo tanto, una concepción finalística o teleológica del universo, según la cual este ha sido configurado por un ser inteligente, que el filósofo ateniense llamaba demiurgo, de modo que todo está ordenado a unos fines.
El Demiurgo confeccionó el mundo que nos rodea, pero no lo creó desde la nada, ya que la noción judeocristiana de Creación es completamente ajena a la mentalidad griega de la época, que suponía la eternidad de la materia.
El universo, compuesto inicialmente de una materia informe, era caótico hasta que fue transformado gracias a la acción de un ser denominado Demiurgo, que le transmitió la forma y la unidad del mundo inteligible, y lo convirtió en cosmos.
No obstante, mientras que para Platón las ideas existían separadas del Demiurgo y eran superiores a él, Agustín sostiene que las ideas se encuentran en la mente divina, no se distinguen de Dios, son fuente del ser de las cosas y de la verdad, y son fundamento de la certeza y de la ciencia.
Todo parece apuntar a que este Demiurgo es una realidad intermedia entre el mundo sensible y el inteligible, un ser superior, artífice del mundo físico, que nos recuerda al Nous de Anaxágoras.
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