Cliente era cualquier ciudadano que voluntariamente decidía ponerse al servicio de otro con más poder e influencia.
Discutía sobre el uso de impuestos, recibía a los embajadores extranjeros y decidía sobre la paz o la guerra.
El control se iniciaba desde el nacimiento, pues era el estado quien decidía si el bebé debía vivir o no. Si parecía sano y fuerte, se le dejaba vivir; si no, moría al ser arrojado desde el monte Taigeto.
El padre de familia decidía la manera de educar a sus hijos hasta los dieciocho años, edad en que el adolescente se convertía en ciudadano adulto y se iniciaba en la vida pública y el oficio de las armas.
El primero era el creador intelectual, en cuanto que la ideaba y decidía su programa iconográfico; normalmente era un religioso, a menudo el propio promotor de la obra, el obispo o el abad, pero también podía ser un monje culto.
Lo fue ya desde sus comienzos, marcados por una larga y cruenta contienda civil, la primera guerra carlista, en la que se decidía en principio quién habría de ser el titular del trono: Isabel II, nombrada heredera por el difunto rey, o el hermano de este, Carlos María Isidro.
Si este decidía reconocerlo como hijo legítimo y, por lo tanto, aceptarlo, lo alzaba y lo abrazaba; al cabo de unos días (ocho para los niños y nueve para las niñas), en una fiesta llamada Lustratio lo purificaban, le daban un nombre y le entregaban un amuleto, llamado bulla .
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